The New York Times – America
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April 1, 2015
por Vanessa Barbara
SAO PAULO, Brasil — Un viernes por la noche en febrero, hubo un corte de electricidad en las calles de Palmeirinha, una favela de Rio de Janeiro. Tres adolescentes negros estaban jugueteando frente a su casa. Uno de ellos echó a correr y los otros dos lo siguieron, riendo. En ese momento llegó la policía disparando. Chauan Jambre Cezário, de 19 años de edad, fue herido de gravedad. Alan de Souza Lima, de 15 años, murió allí mismo con el celular en la mano: él había grabado todo en video, hasta sus últimos minutos de agonía.
Según el reporte oficial emitido al día siguiente, los chicos fueron baleados después de enfrentarse a la policía. Los agentes dijeron haber encontrado dos armas en el sitio y acusaron a Cezário de haberse resistido al arresto. El chico, que vende helados en la playa de Ipanema, fue llevado a la sala de urgencias y esposado a la cama.
Los cargos fueron retirados, pero la experiencia de Cezário, junto con la muerte de su joven amigo, narra una historia de violencia contra los jóvenes negros en Brasil.
Los afro-brasileños – gente que se identifica como negra o marrón – constituyen el 53 por ciento de nuestra población, de un total de 106 millones de habitantes. Es la población negra más grande del mundo fuera de África y la segunda después de Nigeria. Según el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, los brasileños negros de 12 a 18 años de edad tienen tres veces más posibilidades de ser asesinados que los blancos de su misma edad. Una investigación del Fondo Brasileño de Seguridad Pública encontró que los brasileños negros representan el 68 por ciento de todas las víctimas de homicidio.
Pero también tienen más posibilidades de morir a manos de la policía. Un estudio de la Universidad de San Carlos muestra que 58 por ciento de todas las personas asesinadas en Sao Paulo por la policía militar son negras. Y constituyen el 62 por ciento de todas las personas encarceladas en todo el país.
“Cuando vemos una patrulla de policía, se nos paraliza el corazón”, me dijo Luiz Roberto Lima, fotógrafo negro de Río de Janeiro que vivió en las calles en su adolescencia. “Nos pueden matar solo por estar en la calle, por defender nuestros derechos o por puro gusto. Y aunque no tengamos antecedentes penales nos pueden inventar algo en contra nuestra.”
Él se refería a los famosos “asesinatos de resistencia”, en los que la policía les dispara a las víctimas después de que éstas presuntamente dispararon primero. Y ya no hay más investigación, que es lo que probablemente hubiera ocurrido en Palmeirinha de no haber sido por la evidencia en video.
La desigualdad racial obviamente tiene raíces históricas. En Brasil, la esclavitud duró tres siglos aproximadamente, desde principios del siglo XVI hasta mediados del XIX, periodo en el que llegaron cinco millones de esclavos procedentes de África: unas once veces más que en América del Norte. El país fue el último de América en abolir la esclavitud, en 1888. Pero muchos afro-brasileños siguen confinados a los márgenes de la sociedad. Actualmente, casi 70 por ciento de las personas que viven en pobreza extrema son negras. Y están casi por completo ausentes de posiciones de poder. Los 39 ministros del gabinete de la presidenta Dilma Rousseff son blancos, excepto uno: el titular del Secretariado Especial para el Fomento de la Igualdad Racial.
En una reciente entrevista para un periódico, la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie aseguró que “Brasil se niega a aceptar la cuestión racial”. A ella le sorprendió enterarse, durante una visita hace algunos años, que aquí no se habla mucho del tema, como si el racismo no fuera un problema. Y agregó: “No puedo evitar notar que en Brasil están relacionadas la raza y la clase. Puedo ir a restaurantes buenos y no ver a una sola persona negra.”
Esta observación puede confirmarse con lo que los brasileños llaman la “prueba del cuello”. Acuñada por el servidor público Francisco Antero y la maestra de historia Luzia Souza, la prueba consiste en contar a las personas blancas y negras en diferentes roles, en diferentes circunstancias. Por ejemplo, se estira el cuello en una joyería y se cuenta cuántos vendedores son negros y se compara con el número de clientes negros. O se echa una mirada en una escuela elegante y se cuenta cuántos estudiantes y profesores son negros, y después se compara con el número de empleados negros.
Recientemente apliqué la prueba del cuello en una lujosa heladería en un barrio rico de Sao Paulo. Cinco de los siete empleados eran negros, contra uno solo de los 30 clientes. Y sospecho que era extranjero. Después, en un autobús urbano, de unas dos docenas de pasajeros, yo era una de los tres únicos blancos.
Para mejorar esta situación, el gobierno brasileño ha establecido en los últimos años algunos programas de acción afirmativa, como reservar para las minorías raciales cierto porcentaje de empleos en el servicio civil y lugares en las universidades públicas. También ha entregado derechos parciales sobre tierras a nueve comunidades formadas por quilombolas (descendientes de esclavos fugitivos). Aunque esos derechos de tierras están garantizados en la Constitución, se calcula que los han recibido solo 5.8 por ciento de las 214,000 familias que viven en quilombos.
El programa universitario de acción afirmativa más antiguo ha existido desde hace diez años, pero sigue recibiendo duras críticas. Uno de los principales diarios brasileños ha tomado una posición firme en contra de las cuotas raciales en las universidades, sosteniendo que bastaría un sistema que fomentara la diversidad socioeconómica. Algunos críticos consideran las cuotas una especie de discriminación inversa, o se preocupan que puedan incitar al odio racial en nuestra “democracia racial” imaginaria, donde blancos y negros juegan lado a lado en las calles sin temor a que les den un balazo en el pecho.
Es como lo dijo Adichie. Brasil sigue negándose a aceptar la realidad.
Vanessa Barbara es columnista del periódico brasileño O Estado de Sao Paulo y editora del sitio Web literario A Hortaliça.