Después de ver al presidente durante tantos días, por fin entendí que la felicidad es opcional.
The New York Times
15 de septiembre de 2020
by Vanessa Barbara
colaboradora de Opinión de The New York Times
SÃO PAULO, Brasil — El 29 de agosto, mi país cruzó el umbral de las 120.000 muertes por la COVID-19. Con unos 900 nuevos muertos al día, todavía no hemos visto una tendencia a la baja en el brote. Quería comprender por qué muchos brasileños parecen impávidos frente a este escenario, así que decidí tomar medidas desesperadas: empecé a ver las apariciones en vivo que el presidente Jair Bolsonaro realiza cada semana en YouTube y Facebook.
Sí, ya sé que suena inútil, ridículo y masoquista, y un poco es así. Sin embargo, después de ver tres meses de videos —un total de once horas extenuantes frente de la computadora—, ahora me doy cuenta de que todo ha cambiado. ¡Por fin!
Después de todo, solo se trataba de un asunto de perspectiva. No debí confiar en los medios tradicionales para obtener información, porque “no tienen nada bueno que decir sobre Brasil”, de acuerdo con Bolsonaro. El presidente advirtió que un noticiero que se transmite en el horario de máxima audiencia y que en su mayor parte muestra muertes —“televisión funeral”, le llama— es algo que nadie puede disfrutar. Tiene razón. En contraste, las transmisiones presidenciales en vivo siempre son inspiradoras, aunque en esencia esto se logra rechazando cualquier noticia negativa sobre su gobierno.
Apenas unas semanas antes de su investidura en 2019, Bolsonaro prometió que iba aparecer en vivo todas las semanas para informar a sus simpatizantes sobre las acciones del gobierno. Explicó que los medios tradicionales a menudo tergiversan los hechos. “Aquí no hay tergiversación”, afirmó. “Tendrán noticias honestas, como se supone que se deberían dar”.
Si tan solo hubiera sabido esto antes. Por ejemplo, habría sabido que la Organización Mundial de la Salud (OMS) de hecho es “de mala calidad” y que “perdió credibilidad”. No me debí preocupar sobre sus informes epidemiológicos. Según Bolsonaro, la organización está “dejando mucho que desear”. No logró reconocer el milagroso efecto de la hidroxicloroquina, un fármaco para tratar la malaria que curó de la COVID-19 a unos 200 empleados gubernamentales en el edificio presidencial. “Nadie fue hospitalizado”, aseguró. ¡Ya basta de pruebas controladas aleatorizadas!
Después de ver al presidente durante tantos días, por fin entendí que la felicidad es opcional. Todo lo ajeno a su comprensión de la realidad es irrelevante. Bolsonaro acusa a la OMS de ser “contradictoria” y una de las cosas “menos científicas” del mundo. Se puede inferir que las cosas más científicas son las opiniones del presidente, las cuales le gusta difundir en declaraciones interminables, siempre usando los mismos argumentos. “Muchos doctores ya están diciendo que las mascarillas no protegen nada”, dijo hace poco. “Es otra farsa que vamos a ver”.
Bolsonaro mencionó la hidroxicloroquina en trece de catorce transmisiones en vivo; muchas veces, incluso exhibió una caja de pastillas sobre la mesa. De todas las transmisiones que vi —desde junio a septiembre—, solo no mencionó el fármaco una vez, el 25 de junio, el mismo día que aseguró: “Nadie protege el medioambiente como nosotros”.
Bueno, es un alivio. Resulta que la selva de la Amazonía no se está quemando realmente, porque “no puede incendiarse”. Bolsonaro afirma que los devastadores incendios en la Amazonía son una noticia falsa creada por periódicos brasileños, algo que han propagado los medios extranjeros. Cuando sí admite que hay algunos incendios en la región, no culpa a la industria agrícola, sino a los indígenas, los “caboclos” (una mezcla de orígenes indígena y blanco) y a los habitantes de las riberas. “Es su cultura”, comenta. Para respaldar sus aseveraciones, se refiere a estadísticas de fuentes desconocidas. “No sé quién lo dijo, pero…”.
Es un placer ver a alguien que es tan meticuloso al hablar de hechos y cifras. Muchos lectores supondrán que mi cerebro se ha convertido en papilla después de un maratón de videos de Bolsonaro, pero son afirmaciones sin ningún fundamento, en contraste con la precisión implacable del presidente.
Durante una transmisión de agosto, Bolsonaro habló sobre algo que había escuchado: “No sé si es verdad o no… ¡Sí, es verdad!”. Y luego, en la misma emisión: “Nos enteramos, no voy a decir que provino de fuentes confiables”. En otra ocasión, abandonó todos los escrúpulos y tan solo nos pidió que confiáramos en él: “Tenemos noticias reales de que los hospitales tienen un excedente de camas” (en todo caso, y solo para estar seguro, alentó a sus seguidores a “encontrar la manera de ingresar” a hospitales públicos para filmarlos, y mostrar que no estaban saturados de pacientes).
Aprendí que el problema con los periodistas es que suelen “actuar con maldad”. El 23 de agosto, durante la visita del presidente a una catedral, uno de ellos le preguntó por qué su esposa había recibido 89.000 reales (más de 16.500 dólares) de Fabrício Queiroz, un exasistente legislativo que supuestamente tiene vínculos con las milicias de Río de Janeiro, grupos paramilitares clandestinos que funcionan como una especie de mafia. El presidente le respondió al reportero: “Qué ganas de reventarte la boca a golpes”. La pregunta sigue sin respuesta.
“No es que huya de la prensa”, explicó durante una transmisión de julio. La prueba es que hace una excepción con tres periodistas de radio que demuestran una “imparcialidad absoluta” al informar “qué está pasando de verdad en Brasil”. A veces, durante la transmisión, le pueden hacer preguntas al presidente. En alguna ocasión, uno de ellos cuestionó por qué ya no escuchamos noticias sobre corrupción en el sector de la infraestructura; el otro exigió saber el estado de salud del presidente. Ninguno recibió un golpe verbal en la boca.
No cabe duda de que no nos cansamos de la ciencia, el rigor y la imparcialidad.
Sin embargo, justo cuando estaba a punto de terminar mi animado maratón televisivo, tuve una pesadilla. Soñé que Bolsonaro estaba quemando una pila de documentos que demostraban su negligencia en el manejo de la pandemia en Brasil. No lo podía detener, pero intentaba hurgar en las cenizas con la esperanza de salvar algo. Pronto, llegaba la policía y me arrestaba. Me sentía indefensa de nuevo.
Cuando desperté, habíamos llegado a 127.000 muertes.